Entrevista con Pogo
De lo personal e introspectivo a los conciertos, la comunidad y las prendas: La gráfica de Pogo
Egresado de la Universidad Intercontinental (UIC), Alfredo Conrique “Pogo” comenzaba a abrirse camino entre las esferas gráficas de la capital nacional. De agencias de publicidad al multipropósito del diseño musical, la trayectoria del artista se desarrollaba junto a figuras como Aldo Lugo, Ahmed Bautisa (Mercadorama), QuiqueOllervides (Hula Hula Estudio) o Smithe (Copete Cohete Estudio), por mencionar algunos.
La consolidación de Pogo justo al centro de la gráfica nacional se ha visto reflejada, en años recientes, con carteles de concierto para bandas como Smashing Pumpkins, FOALS, Unknown Mortal Orchestra y ODESZA, identidades de festivales como el Corona Capital en su edición 2022 y colaboraciones con un sinfín de marcas. Entre las que destaca la reciente colección de Levi’s X Corona Capital 2023 donde el trazo, historia y filo visual de Conrique se perciben punto a punto.
Con esto en mente, nos sentamos a platicar con el artista al interior de la casa Levi’s, tocando temas como la apertura del arte mexicano, la interacción de gráfica e industria, el compromiso social y la filosofía personal detrás de cada línea.
¡Hey Pogo!, ¿cómo andas?
P: Todo chido, ¿ustedes cómo están?
Genial. Justo ayer escuchamos tu entrevista, la del podcast de ‘Trazos Modernos’.
P: ¡Ah! Con Kraken. Híjole, dije muchas tonterías [ríe].
A nosotros nos gustó ese recorrido temático compartido: ese empezar a dibujar, la carrera, la fundación de estudios como Copete Cohete o ser parte de los inicios de Mercadorama.
P: Siento que ha sido una mezcla de muchos factores. No sé, cuando acabé de estudiar no existía un mundo en el que se conjugara diseño y arte, un mundo como el de los pósters de concierto. Había muchas áreas que se consideraban imposibles. De pronto fueron surgiendo cosas, entre ellas, Mercadorama.
En este primer acercamiento a la gráfica de concierto, hace más de diez años, ¿qué era lo que los movía?
P: Todo vino de la necedad absoluta, de hacer las cosas porque queríamos hacerlas; muy bonito. Cuando empezamos imprimíamos los pósters casi gratis, con tal de que llegaran a los artistas. “Tú quédate con la lana, lo que nosotros queremos es hacerlo”. Ahora tienes artistas como Mike Sandoval diseñando para, no sé, Primus o Metallica, jamás imaginamos algo así.
Ahora tenemos una industria de gig pósters mucho más consolidada ¿no? Con todo lo que eso implica, desde piratería hasta colaboraciones con headliners o festivales.
P: Completamente. Creo que mis primeros carteles fueron para Carla Morrison o Zoé cuando aún no era Zoé. La gente llegaba y decía: “¿Me puedo llevar unos? ¿Son gratis?” [ríen]. No, no son gratis, son serigrafías y cuestan tanto. A mucha gente le costaba trabajo entender aún explicándoles. Eventualmente la gente empezó a comprenderlo, a consumirlo. Ahora es concierto al que vas, concierto en el que hay pósters, ya sea adentro en la merch oficial, o afuera en la piratería.
Y ahora estamos aquí; toda una colección, dedicada al impulso musical, con el sello de las líneas nacionales.
P: El hecho de que sucediera y nos hayamos empeñado en hacerlo dio pie a que muchas otras cosas se movieran a favor de los artistas mexicanos. Mercadorama nos dio la posibilidad de llegar a otros lugares, lugares realmente difíciles de alcanzar. Esta colaboración con Levi’s es un momento muy chido para mí porque es una situación que se ha trabajado desde hace mucho tiempo. No solo yo, como artista, sino en conjunto de más gente talentosa, personas que trabajan y hacen arte aquí en México.
Es interesante pensar en cómo percibimos el arte mexicano. Pareciera más una lista de nombres (y puntos a cumplir) que un cúmulo vivo de expresiones. ¿Cómo lo han vivido tú y los de tu generación a lo largo de estos años?
P: Cuando hablas de arte mexicano existe esa idea internacional de: “Ah, sí, Diego Rivera, sí, Frida Kahlo”. Nos ponen en una cajita siempre con los mismos personajes. He trabajado con gente como Smithe, Jesús Benitez, Seher, artistas que considero referentes muy cabrones del arte mexicano. A ellos no se les saca de ser “street-art” o “grafiteros”. No, eso es arte mexicano, no hay más.
Creo que esta redefinición es necesaria para comprender nuestro momento artístico. Al mismo tiempo, parece que todo este movimiento ideológico necesita de un eco externo. Sea de instituciones, industria o simple comunidad.
P: Cuando los conocí dije de broma (y no): “Wey, lo que tiene que pasar es que, eventualmente, el arte que ustedes hagan acabe en los libros de texto gratuitos”. Y eso pasó. Cuando Seher salió en la portada de los libros escolares yo chillé. Le hablé y le dije: “¡Esto iba a pasar, les dije que esto iba a pasar!”. A nivel global siempre ha habido esta percepción de “es arte callejero, arte urbano”, como haciéndole de lado, sin ninguna clase de seriedad o privilegio.
De pronto, cagada y tristemente, llega una marca internacional a darle validez y todo mundo dice: “¡Sí es cierto! Estaban bien chidos, ¿verdad?”. Lo aprendí a manejar como una fuerza positiva, pero la neta es que mucho tiempo me dio coraje, ese resonar siempre de afuera hacia adentro. Deberíamos ser capaces de distinguir que esto está bien chido y darle la seriedad que le damos a OBEY u otros extranjeros. Mamamos como si fueran así, dioses, cuando aquí se están haciendo cosas bien chingonas todo el tiempo.
Es el problema identitario de siempre, ¿cómo reivindicar nuestras expresiones cuando, históricamente, se les ha dejado de lado?
P: Siento que, lo primero que tenía que pasar, era que el mexicano se diera cuenta de que lo que se produce en su país está chido, eso nos ha costado mucho. En la música y el cine no es muy distinto. Todavía escuchas cosas como: “Pero ¿es mexicana la película? Ay, bueno”. Creo que las nuevas generaciones tienen menos eso, no crecieron en este gringo-euro-centrismo superchafa que dominó a mi generación y otras aledañas.
Me parece muy cabrón que la banda más grande del mundo, justo ahora, sea BTS [ríen]. O sea, son unos weyes de Corea que no tienen nada que ver con los gringos. Está cabrón que las cosas consideradas de primer nivel vengan de muchos lugares, como cuando “Parásitos” ganó el Óscar. Es una señal de que Hollywood no necesariamente hace el mejor cine (lo cual debería de permearse a otras áreas y países). Necesitamos darnos cuenta de que en todos nuestros entornos se pueden hacer cosas bien chingonas, sin necesidad de nada externo. Eso es bien difícil.
Hace no mucho tuvimos la primera Rolling Stone con un latino en portada o a Peso Pluma al frente de NME. Una legitimación de lo hispanohablante desde medios con sede en el extranjero.
P: ¡Sí! Siempre viene de fuera y eso tiene que cambiar. Ya lo está haciendo.
Volviendo un poco al arte de corte musical, ¿cómo percibes que han cambiado las ideas alrededor?
P: Los abuelitos de la gráfica de concierto son los volantes punks. Alguna vez me invitaron a las oficinas de Golden Voice, los organizadores de Coachella, y todas sus paredes están tapizadas de volantes de conciertos. De cuando Nirvana no era nada, cuando el cartel empezaba a recobrar algo de importancia. En los 60 y 70 vivimos el boom del gig poster, para los 80 prácticamente no había nada. Ya en los 90 eran vistos como algo vulgar, arte de tienda de discos. Ahora están ahí, detrás de un cristal y todo.
Tenemos sentimientos encontrados. Por una parte, la masificación nos permite compartir, conectar, encontrar a quienes resuenen con lo que sea que tratemos de decir. Por otro lado, ese mismo contacto termina por permear a la expresión original. Movimientos enteros han sucumbido ante esta gran corriente de industria que implica lo contemporáneo.
P: Todo está destinado a ser absorbido por la cultura central, ¿sabes? Me acuerdo cuando empezaban las Moles y todos estos festivales; todo era piratería, sin organización, un pedo así, punk de verdad. Había un chingo de gente vendiendo fanzines. O pienso en el Chopo, donde había un puestito con un wey vendiendo revistas, donde hablaba de las bandas punk que no salían en las revistas populares. O artistas que verdaderamente apuntan a algo incómodo, gráfica como la de Neck Face.
Pero con el paso del tiempo todo se diluye. Ahora veo a una Kardashian usando una chamarra de Carcass en la portada de Vanity Fair. Ellos ni siquiera eran una banda que escucharan los “punks normales”, era música para crust punks, algo muy under. A veces basta con que una marca diga: “Sí, voy a entrarle a eso” o un Pharrell diciendo: “Sí, está increíble”, para que, de la nada, ya estén colaborando con GUCCI o cosas así. Vivimos un momento en el que es fácil que una marca muy mamona tenga gráficos de artistas punk. Al mismo tiempo, y siendo un gran seguidor de la historia del género, pienso que los punks arruinaron el punk [ríe], no las marcas (aún siendo estos entes voraces, dedicados a absorber lo que sea que les convenga).
¿Cómo dirías que el lugar de dónde viene tu arte ha coexistido con este empuje mercantil?
P: La que yo hago, desde un principio, ha tenido esta influencia setentera de artistas de mercancía y Peter Max, él hacía más gráfica para objetos. A mí siempre me gustó la idea de no sólo hacer obras, sino de poder transmitir la gráfica a otros medios; qué chido ¿no? Ahorita me ven así, vestido de negro —lo cual es medio habitual— pero siempre traigo playeras estampadas.
Una playera lisa es una buena ilustración menos.
P: Si hay gráficos chidos, debo de traerlos puestos.
¿Hay algo que te haya marcado en favor de esta línea artística más versátil y menos purista?
P: Siempre fui muy fan de todas esas cosas: cómics, animes, mangas etc. Mis primeros intentos de gráfica iban hacia este hacer personajes y buscar la manera de encajarlos en viñetas. Incluso hoy, me pongo a dibujar y me descubro naturalmente inclinado a eso. Es más un arte de producción masiva en contraste con un lienzo. Creo que siempre he pensado más desde ese lado, eventualmente resultó en algo que puede aplicarse a una chamarra.
Esta idea de aplicación está en el núcleo del diseño gráfico ¿no? La posibilidad de comprender el objeto y expresarle en favor de tales o cuales puntos.
P: En la UIC, donde estudié diseño, se tenía esta idea de quitarnos cualquier clase de visión artística. Teníamos que responder al problema de comunicación como trabajadores, diseñamos para encontrar soluciones. Yo renegué un chingo de la carrera, menté madres de haber perdido el tiempo en diseño en vez de estudiar arte o animación. Con el paso de los años he aprendido a percibir algo muy noble y hasta punk en servir.
Es muy chingón tener esa intención de un propósito más grande, normalmente es el trabajo que te encargan. Me parece muy chido tener la posibilidad de responder a distintas situaciones de manera distinta. Si me dicen: “Haz un mural y házlo de lo que se te pegue la gana”, pues hago lo que se me dé la gana. Pero si va de: “Esto es un cartel para una película que se trata de esto”, y yo voy y hago lo que se me dé mi gana, pues estoy pendejo.
Pero, tratándose de arte, siempre lidiamos con la subjetividad. La obra se construye en el diálogo con el espectador, a veces independiente del concepto inicial. ¿Cómo has llevado esta dualidad a lo largo de tu trayectoria?
P: Pienso en la primera vez que pinté a gran escala fue en la Central de Abastos. Quería agradecer a la madre naturaleza, es quien nos da todo lo que ahí se vende, quien produce todo ese movimiento. Toda esta gente tiene trabajo e ingresos gracias a que la naturaleza no nos ha dejado tirados, aunque le estemos dando en su madre. Tenía la idea para un boceto pero, cuando llegué, mucha gente se me acercaba diciendo: “Oye, pero haz una virgen”, o gente loca que decía: “Haz un logo del Cruz Azul”. Me acuerdo muy cabrón de una persona que me dijo: “Wey, es que la madre naturaleza es como una virgen, una deidad. Si vienen y te preguntan si esto es una virgen, diles que sí es”. No soy religioso, pero eso le dio sentido a algo que yo había pensado desde otro lado. Hice el mural igualito al dibujo que tenía y la gente lo vió como quiso. Me han dicho que el 12 de diciembre le ponen flores. Es muy chingón que cumpla un significado para los demás y no sólo para mí.
Sobre todo en un lugar tan emblemático y humano como lo es la Central de Abastos.
P: Cuando llegué entendí que era un lugar sagrado de alguna manera, la gente va, hace lo que debe y no necesariamente le importa que haya un pinche mural. A mí me prendió un sentido de humildad. Alguien pasará todos los días por ese pasillo y verá la chingadera que haya pintado. No quiero que se trate de un capricho mío y no les signifique nada. Siento que gran parte de los murales que se hicieron fueron justo eso.
¿Dirías que existe cierto deber social al momento de exponer la obra?
P: Bueno, lo que haces en el espacio público no es para ti, debe servir al lugar en el que estás. Es una enseñanza de Rivera, de Tamayo… los grandes maestros. “Se debe dar el mensaje de que la gente no se deje, que se ponga chingona con el gobierno”. Que vean estas cosas que deben ver, que sepan estas cosas que deben saber; esto es para que ellos se empoderen.
Pero esta intención expresiva implica el sacrificio de ciertos ideales personales ¿no?
P: Sí y es algo que a muchos colegas les cuesta: Desprenderse. Si te vuelves un canal a través del cual el universo manda mensajes —en vez de creer que tú eres quien los crea— todo fluye más fácil, la comunicación es más real, se siente.
A partir de eso, la mayoría de los murales que he hecho han sido en pro de la conservación medioambiental. En Cozumel hice uno donde prácticamente no había nada de mar, era la cara de una chica entre unos corales muertos, todo muy abstracto y sin gran referencia a la contaminación. Yo veía que otros compañeros estaban pintando cosas más obvias y dije: “Wey, estoy haciendo un Homero Simpson. Estoy haciendo lo que se me da la gana y no estoy viendo lo que se tiene que comunicar”. La persona que prestó el muro me dijo en algún momento: “Así se siente estar en un lugar donde los dueños de los recursos naturales son las corporaciones y no la gente. La chica se está ahogando en un mar de coral muerto, todo alrededor se seca y no puedes hacer nada al respecto”. Me pareció muy cabrón que alguien tuviera una interpretación de algo que yo, conscientemente, jamás había pensado. Todo lo que uno hace como artista es para los demás.
¿Cómo se traduce esta filosofía al proceso detrás de tu gráfica?
P: Si yo tengo una libreta con dibujitos y no se los enseño a nadie se trata de un proceso personal, pero en el momento en el que salen al mundo ya no son tuyos. El póster del Corona Capital del año pasado, los diseños de las chamarras, las playeras… Cualquier cosa que salga y tenga mi gráfica no la considero un trabajo personal, la última palabra no me pertenece. Todo sirve a los demás, como punto de expresión, para hacerlos sentir mejor, etc. Me ha costado mucho trabajo entenderlo, pero creo que es la mejor manera de hacerlo, al menos para mí.
Esta idea de identidad artística diluida se relaciona directamente con quienes nos rodean. Si nunca nos exponemos nos pertenecemos, pero ese diálogo se pierde, jamás sucede, es algo triste.
P: Conozco mucha gente que hace arte para nunca enseñarlo, se lo guardan. Siento que se pierden de una retroalimentación muy chingona, de resonar con personas que jamás imaginaste. Te das cuenta que no eres tan único, lo cual puede ser un shock, pero te permite conectar con un chingo de gente. Cuando hablábamos de los fanzines me acordé que en la pandemia se puso de moda Megg, Mogg & Owl de Simon Hasselman. Es de una brujita que se la pasa fumando mota y tiene un gato mal hablado. Habla mucho de la experiencia personal, Simon es un hombre trans. Mucha de su experiencia como trans la pone ahí, burdamente. Estoy seguro de que en el momento que dibujaba eso, en la comodidad de su estudio, tal vez pensaba que no iba a llegar a nadie. Y, de pronto, empezó a ganar muchísimos premios, entre ellos el Eisner Award (que es un premio super prestigioso al cómic). Nunca creí que un zine así, bien sucio, sobre una bruja marihuana y sus amigos, fuera a ser tan grande. Hasselman pudo haberse quedado en su casa, haciendo nada y no resonar con toda esa gente, eso está muy cabrón.
Y pensar que vino de un lugar tan personal lo hace aún más impresionante. Como si no necesitáramos buscar más allá de nosotros para alcanzar a los demás.
P: Respeto y admiro mucho el hacer las cosas para uno, disfrutándolas, poniéndote como público principal y luego compartiendolas. Creo que si no lo haces así sólo finges ser alguien que no eres, te fallas.
Dentro de esta intención íntima ¿hay algo, fuera o dentro de la gráfica, que te atraviese?
P: He estado grabando música por primera vez en 20 años. Siempre había querido hacerlo, pero como no considero que sea un músico prodigioso ni nada de eso, me detenía. También evitaba hablar de mí. Por ejemplo, acababa de leer a William Blake y escribía como él, lo mismo con Baudelaire. Ahora, que he estado escribiendo canciones sobre mí, me doy cuenta de que me aterra hablar públicamente de cosas privadas o sensibles. Uno cree que nadie va a entender o van a juzgarte. Es muy cabrón publicarlas y que la gente se te acerque con un “Yo me he sentido igual”. Por eso existe la música y los festivales, nos identificamos con un wey y nos congregamos a escucharle. Eso es pura magia.
Me gusta pensar en los conciertos —y en el arte en general— como un testimonio de que no estamos solos. Terminas rodeado de personas que sienten tan profunda e intensamente como tú, disfrutando de la misma experiencia, moviéndose al mismo ritmo. Todo aquello que les separaba antes ya no importa, quiénes fuimos o seremos después de esas dos horas de sonido ya no importa; nos acompañamos.
P: Exacto, no estamos solos.
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